Estudiando las historias de las revoluciones, que en efecto casi en todos los casos derivaron en baños de sangre y regímenes mesiánicos, se puede ver que hubo oportunidades, por parte de quienes estaban en el poder, para evitar el desastre. Luis XVI pudo haber cooperado para transformar a Francia en una monarquía constitucional. La Duma pudo haber retirado a Rusia de la Primera Guerra Mundial. Porfirio Díaz tuvo el tino de renunciar y retirarse a tiempo, pero Francisco I. Madero no se comprometió plenamente con sus aliados revolucionarios, y sus ingenuos intentos de quedar bien con los porfiristas al final lo destruyeron. La ceguera de los gobernantes les impidió ver el descontento creciente de la población. Se sintieron intocables hasta que se derrumbó su castillo de naipes. ¿Habría pensado en ello el ciudadano Luis Capeto mientras esperaba que cayera la cuchilla?
En México los poderosos llevan demasiado tiempo sintiéndose intocables, pensando que pueden cometer toda clase de abusos con impunidad, mientras la gente sufre en silencio por el crimen, la violencia, la falta de servicios y las dificultades económicas. Pero tenía que llegar un momento en que toda esa furia acumulada estallara. Y ese momento lo dio Ayotzinapa, la gota que derramó el vaso.
Cuarenta y tres estudiantes de una escuela normal superior en Ayotzinapa, municipio de Iguala, estado de Guerrero, fueron secuestrados por la policía municipal y entregados al crimen organizado por órdenes del ahora depuesto alcalde José Luis Abarca. Mucho revuelo mediático y protestas en las calles se dieron desde el momento del secuestro en septiembre. El fin de semana pasado el procurador de justicia Jesús Murillo Karam confirmó lo que muchos temíamos: los estudiantes están muertos.
Es cierto que los normalistas eran "revoltosos". Que llevaba a cabo acciones que podríamos considerar abusivas e incluso delictivas, tales como secuestrar autobuses (incluyendo en el que viajaban esa noche), robar camiones de mercancías y establecer retenes ilegales para cobrar "cooperación" a los transeúntes; todo ello con la justificación de que el gobierno federal no le daba a la escuela normal el presupuesto que le había prometido, dejándola eternamente en crisis. Pero eso no justifica de ningún modo la masacre, y si eres de los que piensa que sí, pues tienes una calidad moral e intelectual tan ínfima que ni siquiera vale la pena considerar lo que traes debajo de la mollera.
Reflexionemos. ¿Hay crimen de Estado? Sí lo hay, aunque tenemos que admitir que dicha sentencia se exclama a menudo sin mucha conciencia y vale la pena matizar. Fue indudablemente un crimen de Estado por lo menos a nivel de Iguala. El alcalde dio la orden, la policía municipal la ejecutó. Estos son los culpables directos. Se sabe que además las policías estatal y federal, así como el ejército, sabían lo que estaba pasando y se hicieron de la vista gorda, si es que de plano no ayudaron a que se perpetrara el crimen (ver aquí). También tienen responsabilidad el gobierno de Guerrero y el PRD (y hasta cierto punto, el mismo AMLO), que apoyaron la candidatura de un político con nexos con el crimen organizado. Si lo ignoraban, su negligencia e incompetencia los hacen responsables. Si lo sabían, su conocimiento los hace cómplices.
La responsabilidad de Peña Nieto y el gobierno federal es más indirecta. Su culpa está en haber sido negligente en cuanto a los temas de inseguridad y violencia, por hacer de cuenta que el crimen organizado ya no era un problema real, eludiendo el tema para no parecer, como Calderón, que estaba obsesionado como si ignorando la gravedad del asunto éste desapareciera por la ley de la atracción; su culpa está en no ser capaz de garantizar la libertad y seguridad de los ciudadanos.
No extrañe la reacción exacerbada de buena parte de la sociedad mexicana, especialmente los jóvenes y los estudiantes (que naturalmente se identifican con los desaparecidos). No extrañe que muchos dejen salir sus frustraciones de forma violenta, como vimos en Chilpancingo en semanas pasadas o lo que ocurrió durante las protestas en el DF, o de nuevo en Guerrero, con más incendios contra edificios de gobierno.
No apoyo los actos de violencia ni el vandalismo. Creo que la violencia sólo es legítima cuando se usa para defenderse del violento. Sí creo en el sabotaje como método de lucha cuando no hay víctimas humanas y está bien planeado y dirigido contra las armas y medios que el tirano usa para amenazar la vida y la libertad de las personas. Pero nunca veré bien la destrucción cuando es caótica, irracional, carece de propósito y se dirige contra quien no la debe ni tiene razones para temerla; tales acciones destructivas no buscan hacer justicia, sino dejar salir las emociones más viscerales.
No me digan que una puerta quemada o una pared grafiteada no se comparan con 43 personas muertas; lo sé, hay que estar idiota para no saberlo. Me sigue pareciendo una acción sin sentido que no va a llevar a nada. No lo apruebo, pero tampoco me rasgo las vestiduras, porque entiendo de dónde viene. No es ira gratuita, ni ganas de destruir nada más porque sí; es el resultado de años de frustración e indignación acumuladas.
Se dice que los actos vandálicos en el contexto de la manifestaciones en el DF han sido cometidos por elementos infiltrados, no por los "verdaderos" manifestantes. Quizá así es, porque el gobierno tiene un largo historial de usar esa estrategia, incluso en tiempos recientes. Pero no me parece impensable que, con todo el coraje que puede traer una persona, en el calor del momento se pueda pasar a acciones violentas. Sí creo, con todo, que hay diferencias, aunque el daño sea el mismo: si fueron infiltrados, es un acto de bajeza; si fueron manifestantes dejando salir un sentimiento de auténtico descontento, que tampoco se justifica, pero se entiende.
A los que andan persignándose por lo de la puerta quemada y otras acciones por el estilo les digo que le bajen al mame. Entiendo que el indignarse por ello no significa que aprueben la matanza de estudiantes (sé que hay despistados que así lo interpretan). Pero tienen que admitir que si no han abierto la boca en este terrible asunto para nada, y de repente están gritando alarmados "¡bárbaros, salvajes!", no se ven ni muy congruentes ni muy listos, ni están demostrando tener mucha consciencia o un criterio muy agudo.
Lo mismo va para los que, estando el país en medio de una crisis de derechos humanos, sólo se les ocurre postear memes que se burlan de los "chairos pendejos que protestan". El problema no es que estén en desacuerdo o que piensen que las muestran de descontento son absurdas o inútiles (yo mismo pienso que algunas lo son). El problema es que ahora se necesita información y diálogo inteligente y cuando lo ÚNICO que se te ocurre es poner chistes sobre lo ridículos que son los chairos es como para contestarte "¿Güey, neta? ¿Es lo único que tienes que aportar?"
Cuando uno es de clase media, vive en un vecindario tranquilo, tiene casa propia, un auto y escuela para sus hijos, y sabe lo mucho que ha costado que en este país sea posible obtener eso (aunque sea para un puñado de personas), es natural temer que todo pueda perderse. Entonces podemos ver la conveniencia de la vía pacífica, institucional y reformista para el cambio social. Es más difícil creer en ello para una persona a la que ya no le queda qué perder más que la propia vida. La situación actual ha llenado el país de personas así (tal es el caso de los autodefensas de Michoacán, por ejemplo). Son los gobiernos los que crean a las mutltitudes furiosas que claman por la guillotina.
He leído en Internet a quienes expresan su miedo ante una guerra civil; un temor tan desproporcionado como pequeño-burgués. Creo que voy entendiendo cómo piensan; ahí les va mi "educated guess":
Cuando se trata de injusticias o crímenes cometidas contra campesinos en Michoacán o estudiantes en Guerrero, tienen la noción de que son asuntos condenables, pero como se trata de casos lejanos y ajenos, sienten apenas una indignación tibia. Se reconoce como algo lamentable, pero nada por lo que valga la pena perturbar la paz.
En cambio, cuando se trata de esos mismos campesinos tomando las armas o esos mismos estudiantes incendiando edificios de gobierno, entonces ya lo ven más cercano; se imaginan que ahora pueden ser SUS tiendas las que resulten saqueadas, SUS autos los que terminen quemados, SUS ventanas las que acaben rotas y SUS ciudades las que se vean paralizadas. Y ahí sí reaccionan condenando con vehemencia, porque el prospecto les pinche aterra.
¿Va por ahí la cosa? Lo entiendo, a mí también me asusta un escenario así y ciertamente no quiero que suceda, ni en mi ciudad ni en ninguna otra. Dudo mucho que lleguemos a eso de una guerra civil, porque los inconformes no están ni armados, y tienen en su contra no sólo al ejército mexicano, a las policías, a las agencias gubernamentales y a los narcotraficantes, sino a la sombra del intervencionismo yanqui. Pero sí creo que podemos esperar más disturbios, cristales rotos y autobuses en llamas, ya sea por culpa de infiltrados o de manifestantes auténticamente encabronados. Podemos esperar más polarización y radicalización, más canonizaciones y satanizaciones, más cerrazón al diálogo y a comprender el punto de vista del otro; más sospechosismo y conspiranoia; más dimes y diretes entre la clase política, más grupos y actores políticos tratando de pasarse la bola o capitalizar la tragedia (el papel de la oposición partidista ha sido patético); más violencia y llamamientos a la violencia; más invocaciones a la guillotina.
Y es que no es sólo Ayotzinapa; es la ira, la frutración y la indignación tras años de corruptelas (ahora mismo se revela un negocio chueco de Peña Nieto y la empresa que le regaló una mansión a cambio de licitaciones), de impunidad descarada e insultante (¿qué pasó con Cuauhtémoc Gutiérrez y su red de trata de personas?), de crímenes violentos perpetrados con la complicidad o beneplácito del gobierno, de negligencia criminal por parte de las autoridades, de la ostentación que los miembros de la clase política hacen de sus riquezas malhabidas, del desdén con el que sus juniors se refieren al pueblo mexicano como si fueran los dueños del país y el resto los nacos que estamos ahí para servirles (dos ejemplos recientes aquí y aquí); años de pobreza, marginación e inseguridad sufridas por miles de mexicanos.
En una ocasión les presenté datos del desarrollo de México en comparación con otros países del mundo, y más recientemente un panorama de la desoladora situación del país a los casi dos años del (des)gobierno de Peña Nieto. Hay muchas razones para la indignación y no se circunscriben a este sexenio. Han sido ya muchos años en que los gobernantes han creído que pueden hacer lo que les da la gana, sin nunca tener que pagar un precio por ello. Pero no se puede pisotear a la gente por tiempo indefinido y sin consecuencias.
Lo que yo temo es que el descontento se canalice en acciones destructivas que no lleven a ningún lado y que permitan la fácil deslegitimación y represión de un incipiente movimiento social. Temo que el odio, a menudo irracional, contra Peña Nieto nos haga olvidar que el problema no sólo es él, ni su partido, ni su administración (parece que algunos gustan olvidar que los responsables directos son del PRD), sino que hay una crisis generalizada de derechos humanos e institucionalidad en el país. Temo que se enfoque la ira contra personajes en específico, se ignore que el problema de fondo es la podredumbre de nuestro sistema político, y se pierda la oportunidad para iniciar diálogos, planes y acciones encaminados a mejorarlo.
Pero no pierdo la esperanza. Con todo y los disturbios, y admitiendo que una buena parte de ellos los hayan cometido manifestantes auténticos y no infiltrados, la mayoría de los mexicanos inconformes se ha pronunciado por la protesta pacífica, constructiva y propositiva. Incluso en medio de los disturbios en Chilpancingo cuando algunos normalistas saquearon tiendas, los padres de familia de los desaparecidos regañaron a los que se estaban pasando de la raya y los obligaron a devolver lo robado. Aún cuando no me sorprendería que se comenzara a afilar la guillotina, la civilidad prevalece.
Creo en la transformación de la sociedad a través de la educación, de la participación ciudadana, de la difusión del conocimiento y de los métodos pacíficos y racionales. Es por eso que, aunque las marchas y manifestaciones no sean mi forma favorita de protesta, sí las apoyo. Muchas personas piensan que no servirán de nada, pero veo que en esta ocasión han servido de mucho. En su momento publiqué esto en Facebook:
"¿Que paros y manifestaciones no van a hacer que aparezcan con vida los 43 estudiantes de Ayotzinapa? Lo sé. ¿Que no es que Peña Nieto los tenga escondidos debajo del colchón? Sí, lo sé también. Pero ése no es el punto. El punto de todo el desmadre en apariencia inútil y escandaloso es mostrar al gobierno que sucesos como el de Ayotzinapa no se pueden sólo mandar a la zona fantasma de la nota roja, no se pueden sólo esconder bajo el tapete, esperar a que aparezca un nuevo encabezado en los periódicos y pasar la página. El propósito de las protestas y de los paros, según yo lo entiendo (no aseguro que todos los que en ellas participan así lo vean), es mostrar a los gobernantes que si suceden estas cosas va a haber mitote, que va a haber escándalo; ese tipo de escándalo que hace que aparezca el país en los medios internacionales perdiendo credibilidad y prestigio; ese tipo de escándalo que obliga a sacrificar a peces no-tan-gordos y que arruina carreras políticas. El depuesto alcalde de Iguala ya fue arrestado; el gobernador de Guerrero ya renunció. Personalmente, dudo que eso se hubiera logrado de no ser por la presión popular y la atención mediática (y una alimenta a la otra). El propósito del borlote y el barullo es que vea el gobierno que si no puede cumplir la más básica de sus funciones, asegurar la vida y libertad de sus ciudadanos (que es supuestamente la justificación de la existencia del Estado), le va a costar, así sea tranquilidad, o credibilidad, o prestigio internacional, o capital político, pero ALGO; que vea que éste no puede ser siempre el país de "no pasa nada"; que vean los gobernantes que los mexicanos señalarán no sólo al que jaló el gatillo, sino al que dio la orden, al que se hizo pato, al que no hizo su trabajo, al negligente, al indolente. Así quizá para la próxima, aunque sea por evitar descontentos de este tamaño que ensucien sus "mexican moment", harán tantito mejor su trabajo, o serán tantito menos descarados."
Ahora que han caído un gobernador y un alcalde, es buen momento para exigir una limpieza más profunda del gobierno, un verdadero combate contra la corrupción y la impunidad, y que vaya más allá del caso de Ayotzinapa. Por ejemplo, ¿por qué se habla tan poco de Tlatlaya, donde el ejército ejecutó a unas veinte personas? ¿Será que indigna menos que Ayotzinapa porque las víctimas fueron menos y además presuntos miembros del narco? ¿Será que no se mienta tanto porque el perpetrador fue el intocable ejército mexicano y ocurrió en el Estado de México, gobernado por el PRI? Pues deberíamos exigir que se esclarezca este asunto y que caigan también las autoridades que no cumplieron con su trabajo. ¿Qué hay del reciente caso de Chichicapan, Oaxaca, donde el presidente municipal (priista) abrió fuego sobre los pobladores porque estaban manifestándose? ¿Por qué ya no se habla de las autodefensas de Michoacán? ¿Por qué no exigimos también la liberación de Manuel Mireles, preso político?
Este momento, en que el gobierno está tambaleándose inseguro, vulnerable y observado por la comunidad internacional, es el indicado para obligarlo a hacer concesiones si es que quiere salvar lo poco que le queda de legitimidad y credibilidad. Si los gobernantes tienen tantita inteligencia se darán cuenta de que su misma supervivencia les va en ello. Recordarán la guillotina.
Como dice Paola Zavala en este texto de Animal Político:
Este tsunami de sangre ha despertado a la sociedad civil en México, pero hay que ir más allá de pedir justicia por la tragedia en Iguala; hay que prevenir que más masacres ocurran. Hay que rescatar al Estado de los gobernantes que lo han secuestrado. Se trata de salvar vidas y para ello se necesita un movimiento social fuerte y unido.
La sociedad civil tiene que estar en las calles y paralizar el sistema económico y mafioso que tiene México. Eso es lo que hicieron en Colombia y en Italia. En el movimiento de “ manos limpias”, por ejemplo, millones de italianos en los años 90´s salieron a las calles , paralizaron el gobierno y la economía, liderados por figuras de la sociedad civil, tenían una agenda clara y concreta con la que consiguieron someter a proceso penal a la mitad del Parlamento y a muchos otros altos funcionarios del gobierno italiano.
Hay quien tiene la "genialidad" de preguntar por qué no se hacen protestas contra los narcotraficantes, si fueron ellos quienes cometieron la masacre. Bien, la respuesta es obvia: porque no son los narcotraficantes los que se supone que trabajan para nosotros y deben rendirnos cuentas.
Por ejemplo, se pide la renuncia de Peña Nieto, pero en esta exigencia hay diferentes interpretaciones. Hay quien realmente ve en Peña Nieto al responsable directo de las muertes de los estudiantes, lee en esta situación un complot orquestado desde Los Pinos y verdaderamente espera la renuncia del presidente. Pero algunos lo vemos de otra manera. Yo firmé la petición de renuncia de EPN no porque crea que vaya a suceder, ni porque crea que si sucediera se solucionaría el problema. Lo hice para que quedara como testimonio del repudio. Como expresa Jorge Ramos Ávalos en Reforma:
¿Por qué piden su renuncia? Por incapaz, por no poder con la violencia que aterra al país, por los altísimos índices de impunidad y corrupción, por tener una política de silencio frente al crimen y, sobre todo, por la terrible y tardía reacción ante la desa- parición de 43 estudiantes en Guerrero.
Peña Nieto actuó con incomprensible indiferencia y negligencia: se tardó 11 días en hablar en público desde que ocurrieron las desapariciones; se ha negado a realizar una sola conferencia de prensa o una entrevista con un periodista independiente -de hecho, no ha respondido a una sola pregunta sobre el tema; y tuvieron que pasar 33 días para reunirse con los padres de los estudiantes desaparecidos. Todos errores. Eso es precisamente lo que un presidente no debe hacer nunca.
Peña Nieto, desde luego, no va a presentar nunca su renuncia. Ni este Congreso -con sus complicidades y alianzas- se atrevería a sugerirla. El gobierno seguramente dirá que los pedidos de renuncia al Presidente son producto de un pequeñísimo grupo de radicales y resentidos. Pero eso no es cierto. Esto apunta a un vibrante y naciente movimiento cívico y democrático. La marcha al Zócalo del 22 de octubre fue una de las más grandes de este siglo en México. Imposible no verlo.
Ya hay movimientos organizándose en diferentes entidades de nuestro país, y cada quien puede escoger el que mejor se identifique con nuestros objetivos e ideales. Éste es un momento crítico, pero también de oportunidades. Si como pueblo de México sabemos jugar nuestras cartas (hay muchas lecciones que recoger de la experiencia del #YoSoy132 y del proceso electoral del 2012), esto puede sentar un precedente importante en cuanto a participación social y empoderamiento de la ciudadanía, mostrar de lo que somos capaces y quizá hasta dar el primer paso hacia una transformación real y positiva del país. O puede que cometamos los mismos errores del pasado y todo se quede igual, o que la frustración y la ira lleguen a tan nivel que la gente empiece a pedir la guillotina. El rumbo que tomará el país podría depender de lo que decidamos ahora.
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